Sé positivamente que no hay más imbéciles entre los taxistas que entre la población en general. Pero la cosa es que habitualmente no te encuentras en el interior del coche de la población en general y no tienes que estar escuchando su perorata.
El amable chofer de hoy era teórico aficionado. La conversación empieza como casi siempre, porque la humanidad somos como somos y a estas alturas no vamos a cambiar:
—Anda, ¿y a ti que te ha pasado que vas con muletas? —pregunta, con esa alegría del que ya tiene preparada la frase simpática de rigor para después de la que ellos creen que va a ser mi respuesta—, ¿un accidente?
—No, no me ha pasado nada —le digo seria—. Lo mío se vino solo.
—¿Cómo…?, uhmmm… ah…
Pausita. Me giro hacia la ventanilla y me pongo a mirar los árboles como si nunca pasara por esas calles y fuera todo nuevo a estrenar. El tipo apaga la radio.
—¿Cómo quieres decir? —vuelve a la carga.
—Es una enfermedad —le digo, y ya estaba a punto de ponerme en modo tres, a las dos y media de la tarde.
—¿De los huesos?
—No.
Hay gente a la que se le altera el sistema nervioso cuando quieren saber algo y les respondes con monosílabos. Se quedan como en suspenso, con los ojos incómodamente abiertos a medias y buscando el modo de hacer una próxima pregunta de mayor rendimiento para su interés.
—Pueeeessss… yo tengo una teoría —añade al cabo de unos segundos, bastante convencido porque al parecer leyó libros al respecto—, y es que todas las enfermedades tienen un origen psicológico. Pero todas, eh —me aclara, imagino que con la intención de que no vaya a creer que me está llamando hipocondríaca.
—¿De veras?
—Sí. Los grandes problemas que arrastramos en nuestro subconsciente, al final acaban manifestándose en nuestro cuerpo.
—No sé —le digo—, a mí me localizaron de forma muy precisa el defecto genético que me provoca el deterioro de los músculos y la posterior parálisis, y según me dijeron, esa tara ya estaba en mí en el momento de nacer. Y eso era antes de las culpabilidades, antes del estrés y antes de todo lo acontecido.
Igual, el tipo menea la cabeza. Es como si escuchara algo que él sabe muy bien que no es cierto, y tan decidido se pone a largarme un panfleto sobre el verdadero por qué del sida y el verdadero por qué del cáncer y el más genuíno por qué de todo lo que más pupa hace y más miedo da.
Me estaban entrando ganas de mandarlo a cualquier parte, pero como soy paciente a fuerza de costumbre, al final le digo:
—Esas son teorías que sólo tienen los que están sanos, amigo. Los que están sanos y asustados. Y también los que te quieren sacar el dinero diciéndote que debes perdonar a tu padre y a partir de ahí te vas a curar.
La conversación siguió como está escrito que siguen estas conversaciones. El tipo intentaba demostrarme que el famoso si quieres, puedes es muy efectivo, y que las enfermedades se logran vencer con voluntad de hierro, y que, por supuesto, si yo quisiera podría hacer esto y lo otro y lo de más allá. Él me lo decía, sí, todo un experto en la materia. Un tipo que ni de lejos se imagina lo que significa sostener el peso de una botella de agua por triplicado cada vez que quieres llenar un vaso.
Y yo es que no entiendo por qué la gente es tan ignorante y además tienen tan poco respeto por lo que no conocen.
A mí me gustaría salir un día de mi casa y que nadie me interrogara. Que nadie opinara de lo que no tiene ni idea, que dejaran de decir idioteces. Que pudiera olvidarme un rato de que por lo regular se corre más, se es menos caro y se molesta menos a la vista. Que las madres pasearan más a sus niños y les pusieran delante un poco más de mundo, que las viejas recordaran que cuando ellas miran, son vistas también. Que los tipos se dieran cuenta de que no están haciendo una obra de caridad cuando le dicen algo agradable a una mujer con las tetas pequeñas y los zapatos grandes.
Pero sobre todo, me gustaría que los taxistas fueran mudos dieciocho horas al día, o por lo menos variasen un poco el repertorio de sandeces.
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